
¿Por qué no me creo capaz de desarrollar en el trabajo algo estudiado y creo que olvidado?
Hola, te quería preguntar una cosa que me tiene bastante preocupado estos tres años anteriores he cursado dos ciclos formativos de grado superior i un ciclo formativo de grado medio, hasta aquí bien lo que me preocupa es que si yo ahora tuviera que trabajar de algo relacionado con esto no podría porque no me acuerdo de casi nada( por ejemplo el ciclo formativo de grado medio era de gestión administrativa, i nos enseñaron contabilidad, a hacer nominas, gestión comercial, etc.. Etc..; yo tengo un 7,5 de media del ciclo formativo, pero si ahora tuviera que trabajar de ello no podría, no me acuerdo ni de hacer nominas ni de contabilidad i de muchas otras cosas) así con los 2 ciclos formativos de grado superior i otros cursos no oficiales.
¿Esto es normal? ¿Tengo algunos colegas que también les pasa? ¿Entonces por qué estudiamos i invertimos años de nuestra vida si después no podemos demostrar nada?
Me gustaría que me explicases un poco el motivo de todo esto
Gracias
¿Esto es normal? ¿Tengo algunos colegas que también les pasa? ¿Entonces por qué estudiamos i invertimos años de nuestra vida si después no podemos demostrar nada?
Me gustaría que me explicases un poco el motivo de todo esto
Gracias
1 respuesta
Respuesta de Manuel Miguel Hernández Pujadas
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Manuel Miguel Hernández Pujadas, Espiritualidad, Relaciones Humanas, Dirección de Empresas,...
Yo recomiendo a todo el mundo que estudie o trabaje en lo que le gusta,
sin pensar demasiado en si ganará mucho dinero o no. Es más feliz uno
que hace lo que le gusta con poco dinero, que uno que pierde su vida
haciendo cosas que le desagradan para conseguir más dinero. Este último
es un esclavo del dinero. El dinero le domina, y no a la inversa.
Te recomiendo que visites www.interrogantes.net Hay cosas muy
interesantes que te ayudarán a tener criterio y a madurar como persona.
Lo que sigue lo he sacado de ahí y creo que va apropiado par ayudarte
en tu situación actual.
Un cordial saludo, con mis mejores deseos para tu felicidad
_______________________________________________________________________
Soluciones inteligentes
Ya hemos dicho en otras ocasiones que, por lo general, el problema de
la mayoría de las personas no es que carezcan de recursos. Su principal
dificultad suele ser que carecen del necesario control sobre los
recursos personales que ya poseen.
Acudamos a una comparación. El director de una película, o de un
reportaje televisivo, puede obtener efectos muy distintos de una misma
realidad que está filmando. El ángulo y el movimiento de la cámara, el
tipo de música de fondo y su volumen, el color y la calidad de la
imagen, etc., pueden crear en el espectador impresiones enormemente
diferentes. Hay todo un conjunto de detalles que influye mucho en los
sentimientos que una misma realidad puede generar en quien la vive o la
presencia.
Algo parecido sucede con el mundo interior de cualquier persona.
Dependiendo de cómo se utiliza la cámara con que observamos lo que nos
sucede, o la música con la que acompañamos esa mirada, o los diálogos
que establecemos en nuestro interior, una misma situación objetiva
puede generar en nosotros efectos subjetivos muy diversos. Puede
ponernos en pantalla ideas positivas o negativas, estados emocionales
favorables o desfavorables, argumentos alentadores o depresivos.
Aunque quizá sea simplificar un poco, puede decirse que cabe vivir de
dos maneras. O bien se deja que la mente siga su curso al son de lo que
espontáneamente surja ante lo que nos sucede, o bien se opta por
dirigir conscientemente nuestra actividad mental. Esos dos estilos
corresponden, por decirlo de modo sencillo, a dos niveles de uso de la
inteligencia: la inteligencia simple y la inteligencia guiada
inteligentemente. Lo verdaderamente inteligente —pido disculpas por la
redundancia— es lo segundo: implantar en nuestro interior los estilos
intelectuales y emocionales que consideremos mejores (o más adecuados a
nuestra situación).
Todos tenemos experiencia de cómo el simple hecho de dar vueltas a un
pensamiento negativo (ya sea de envidia, rencor, victimismo, crítica
exacerbada, tristeza, etc.), acentúa y amplifica nuestras percepciones
negativas sobre la realidad en cuestión. Si se sigue así un poco de
tiempo, ese diálogo interior nos acaba llevando, por su propia
dinámica, a una situación en la que probablemente el asunto quede fuera
de toda proporción sensata. ¿A qué se debe? Sin duda, en gran parte a
la fuerza de nuestras imágenes mentales. Y esas imágenes mentales no
estaban al principio, las hemos aportado nosotros. Nos hemos ido
haciendo una película en la que la imagen, la música y los diálogos nos
han conducido a un estado emocional muy negativo, muy poco real y que
nos puede perjudicar mucho. ¿Cuál es la solución? Llegar a ser el
director de esa película, no un simple espectador.
¿Te has visto alguna vez atormentado por un diálogo interior incesante,
por una de esas situaciones en las que la mente gira a gran velocidad y
parece casi imposible de parar? Muchas veces nuestra mente dialoga
consigo mismo de modo interminable, sopesando pros y contras de una
decisión intrascendente, buscando un nuevo argumento para darnos la
razón en una antigua discusión sin importancia, o acumulando agravios
sobre determinada persona a la que deberíamos tratar con afecto y
comprensión.
Haz un esfuerzo por hacerte con el mando de esa voz, de esa música y de
esas imágenes. No dejes que se te llene la cabeza de ideas recurrentes
sobre tus grandes cualidades advertidas o inadvertidas por todos, ni
sobre tus grandes limitaciones igualmente advertidas o inadvertidas por
todos, ni sobre los grandes defectos o cualidades de los demás, lo que
te han hecho o dicho o dejado de decir.
¿Te hablas a ti mismo constantemente con un tono de voz quejoso, o
triste, o amargo? Prueba a hacerlo con un tono más cordial, alegre y
positivo. Piensa también si te hablas con un tono de voz crispado o
estimulante. Piensa si te tratas con el afecto y la comprensión, y
también la exigencia, con que debes tratar a cualquier amigo al que
aprecias de verdad y quieres ayudar a mejorar.
Hacer rendir el propio talento
E.M.Gray escribió hace unos años un ensayo bastante famoso, que tituló
The Common Denominator of Success: El común denominador del éxito. Lo
hizo después de dedicar mucho tiempo a estudiar qué era lo común a las
personas que tenían éxito en su trabajo y, más en general, en el
resultado general de su vida.
Curiosamente, su conclusión no situaba la clave en trabajar mucho, ni
en tener suerte, ni en saber relacionarse (aun siendo todas estas
cuestiones muy importantes), sino que, según E.M.Gray, "las personas
con éxito han adquirido la costumbre de hacer las cosas que a quienes
fracasan no les gusta hacer". Hay muchas cosas que no les apetece en
absoluto hacer, pero subordinan ese disgusto suyo a un propósito de
mayor importancia: saben depender de los valores que guían su vida y no
del impulso o el deseo del momento.
Da igual que seas un estudiante universitario o una profesora de un
instituto, un médico o una juez, una madre que se dedica por entero a
su familia o bien otra que es además una joven ejecutiva de una
multinacional; en cualquier caso (y quizá en este último más aún), en
tu vida hay un reto muy importante en cuanto a la organización del
tiempo.
Para una persona con un mínimo de inquietudes en la vida, el reto
probablemente no es lograr ocupar el tiempo, sino más bien saber
sacarle su máximo partido. Y no se trata simplemente de conseguir hacer
muchas más cosas, sino de hacer las que pensamos que estamos llamados a
hacer, establecer una juiciosa distribución del tiempo que nos permita
alcanzar una alta efectividad en el trabajo y, a la vez, un uso
equilibrado del resto del tiempo, en el que tenga cabida la familia,
las amistades, la propia formación, la atención de otras obligaciones,
etc.
Recordando las reflexiones de John Keating, aquel carismático profesor
de literatura de El Club de los poetas muertos, se trata de «vivir a
conciencia la vida, de manera que no lleguemos a la muerte y
descubramos entonces que apenas hemos vivido».
Vivir a fondo, extraer a la vida todo el meollo. Son ideas con las que
Keating luchaba por sacar a sus alumnos de la monotonía y la
mediocridad. Les proponía salir del montón, vivir con intensidad el
instante, recuperar el viejo carpe diem —aprovechad el momento— acuñado
por Horacio.
Aunque quizá Keating se pasa, como se comprueba en la película, porque
aprovechar el instante no significa vivir para él, sí resulta positivo
ese afán por extraer a la vida humana toda su riqueza. No le falta
razón en ese esfuerzo suyo por arrancar a sus alumnos de la vulgaridad,
de la falta de sentido. Porque es triste ver cómo algunos casi se puede
decir que han muerto antes de morir, porque cuando les llega la muerte
le han dejado casi todo el trabajo hecho.
Serenidad y dominio propio
Cuentan —me imagino que no será cierto, pero el ejemplo nos vale— que
ciertas tribus africanas emplean un sistema verdaderamente ingenioso
para cazar monos.
Consiste en atar bien fuerte a un árbol una bolsa de piel llena de
arroz, que, según parece, es la comida favorita de determinados monos.
En la bolsa hacen un agujero pequeño, de tamaño tal que pase muy justa
la mano del primate.
El pobre animal sube al árbol, mete la mano en la bolsa y la llena de
la codiciada comida. La sorpresa viene cuando ve que no puede sacar la
mano, estando como está abultada por el grueso puñado de arroz.
Es entonces cuando aprovechan los nativos para apresarlo porque,
asombrosamente, el pobre macaco grita, salta, se retuerce..., pero no
se le ocurre abrir la mano y soltar el botín, con lo que quedaría
inmediatamente a salvo.
Creo que, salvando las distancias con este pintoresco ejemplo, a los
hombres nos puede pasar muchas veces algo parecido. Quizá nos sentimos
aprisionados por cosas que valen muy poco, pero ni se nos pasa por la
cabeza abandonarlas para poder ponernos a salvo, quizá porque nos falta
dominio propio y estamos —igual que ese pobre mono— como cegados,
impedidos para razonar.
Por el contrario, el hombre sereno y que se domina a sí mismo irradia
de todo su ser tal ascendiente que sin esfuerzo disipa las dudas de
quienes están a su alrededor.
No son rasgos del carácter fáciles de adquirir, ciertamente, pero son
tan difíciles como importantes. Lo que se debate es nuestra capacidad
para otorgar a la inteligencia y a la voluntad el señorío sobre los
actos todos de nuestra vida.
¿Cómo se puede avanzar en eso? Pongamos algunos ejemplos de cómo ir
mejorando en dominio de uno mismo.
Para empezar, no hacer muchas declaraciones ni tomar muchas decisiones
en medio de las olas encrespadas de la vanidad ofendida, de la ira o de
otras pasiones desatadas. Porque en esas situaciones la pasión arrastra
a las obras. Obras que, a los cinco minutos, somos los primeros en
lamentar. No seamos de aquellos que actúan bajo la influencia de la
impresión primera, y demuestran con ello cuán increíblemente débil es
su voluntad.
Privarnos de lo que debamos privarnos. Se ha dicho, y con razón, que
sólo poseemos realmente aquello de que somos capaces de privarnos. En
las comidas, por ejemplo: comer lo que nos sirvan, no llenarse de
caprichos, atenerse a los regímenes y horarios de comida, no
atiborrarse, etc. Es sorprendente ver cómo muchos hombres y mujeres
pierden el dominio de su voluntad en el mismo momento en que se sientan
a la mesa.
Aprender a oponerse razonablemente, a decir que no si hay que decir que
no, con claridad y firmeza. Algunos confunden el dominio propio con
sufrir todo ataque con mansedumbre de cordero y recibir cualquier
ofensa sin réplica alguna, y no es eso. Muchas veces habrá que
plantarse, pero sin perder la elegancia y la mesura ni olvidar los
buenos modales.
Felicidad y dinero
En una entrevista a la multimillonaria Barbara Hutton, un periodista se
dirigió a ella comenzando con la típica frase hecha: "Aunque sabemos
que el dinero no da la felicidad, díganos, por favor...". La
entrevistada no le dejó terminar: "Oiga, joven, ¿pero quién le ha dicho
a usted esa tontería?".
Aunque haya infinidad de dichos populares que sostienen que el dinero
no asegura nada, es frecuente ver que luego en la vida práctica son
pocos los que se lo creen. La respuesta de aquella mujer, y lo cortado
que debió quedarse el entrevistador, son un buen reflejo de ello.
Es evidente que una persona con semejante fortuna recibiría como una
catástrofe un empeoramiento de su situación económica. Igual que un
mendigo recibiría con gran satisfacción cualquier mejora sustanciosa en
su nivel de vida.
¿Influye mucho entonces el dinero en la felicidad? Durante más de diez
años, un nutrido equipo de investigadores norteamericanos dirigido por
David Myers y Ed Diener ha intentado arrojar alguna nueva luz sobre
esta cuestión a través de amplios estudios estadísticos.
Desde el principio se propusieron no fijarse sólo en las sensaciones
subjetivas de felicidad que tenían los encuestados, sino también en el
juicio que merecían ante los demás. Este enfoque les facilitó una de
sus primeras conclusiones: casi todos los que se sentían felices
también lo eran a los ojos de sus más íntimos amigos, de sus familiares
y de los propios psicólogos que les interrogaban.
Pronto comprobaron también, con cierto asombro, que la impresión
personal de felicidad está distribuida de modo bastante homogéneo en
casi todas las edades, niveles de ingresos económicos o de titulación
académica, y tampoco se ve afectada de modo significativo por la raza o
el sexo. Por ejemplo, sólo encontraron una cierta relación entre
ingresos económicos y sensación de felicidad en algunos países muy
pobres, como la India o Bangladesh; en los demás casos, solía ser
incluso ligeramente más frecuente lo contrario.
La investigación concluía señalando una serie de rasgos de carácter que
parecen comunes a casi todas las personas que se sienten felices: la
persona feliz es cordial y optimista, tiene un elevado control sobre
ella misma, posee un profundo sentido ético y goza de una alta
autoestima. Aunque es difícil saber en qué medida esos rasgos de
carácter contribuyen a la felicidad o son más bien parte de sus
efectos, sí podemos concluir con Myers y Diener en destacar la gran
importancia que para toda persona tiene su mejora personal.
Aunque la ilusión —legítima— de muchas personas sea que les toque la
primitiva, o el sorteo de la ONCE, o el gordo de Navidad —y en España
las cantidades que se invierten en esto son enormes—, la realidad es
que luego se comprueba que aquellos a quienes les ha tocado la lotería
no son, al poco tiempo, más felices que antes. Otro dato ilustrativo es
que las encuestas realizadas en países en etapas de gran crecimiento
económico tampoco ofrecen las diferencias esperadas en el sentimiento
de bienestar subjetivo de la población.
Podría decirse que una vez se tienen resueltas las necesidades básicas,
cada uno tiende a adaptarse al nivel económico que tiene, y su
felicidad apenas depende del nivel en que está situado. Es verdad que
una mejora de nivel económico suele repercutir en el sentimiento de
felicidad, pero esa impresión suele durar poco. De manera análoga, un
empeoramiento de ese nivel suele producir una cierta infelicidad (en
ese caso, además, los efectos suelen ser algo más duraderos), pero con
el tiempo suele aceptarse y se acaba llegando a reconocer y disfrutar
lo que antes apenas se valoraba.
En general, el dinero no parece colaborar mucho a sentirse feliz de
modo estable. Tampoco la fama suele aportar mucho por sí misma (es más,
hay que ser muy maduro emocionalmente para saber digerir de forma
adecuada el encumbramiento). Tener un gran talento, o muy buena salud,
o un gran atractivo físico, tampoco puede considerarse el eje de la
felicidad: indudablemente pueden favorecerla, y crear un clima propicio
para sentirse feliz, pero no siempre es así, ni mucho menos.
Como escribió Séneca, todos los hombres quieren ser felices, "lo
difícil es saber lo que hace feliz la vida". Hay que acertar en esa
búsqueda, pues quien no lo hace se pasa la vida esperando un mañana que
nunca llega.
Autodisculpa y mediocridad
«A mí no me gusta exigir tanto a mis hijos... —me decía en cierta
ocasión una madre durante una conversación sobre la incierta
trayectoria de uno de ellos.
»Me conformo con que aprueben, aunque sea a trancas y barrancas. No les
pido que se compliquen la vida, ni que hagan ninguna maravilla. Ni yo
ni ellos somos perfectos. Somos humanos. Y yo no quiero amargarles la
existencia...»
Bien. De acuerdo. Pero..., me pregunto, ¿por qué equiparar eso de
amargarse la existencia con tener unos ideales más altos? ¿Por qué ante
cualquier fallo nuestro o ajeno —sobre todo nuestro— enseguida lo
justificamos diciendo que es algo muy humano?
Somos humanos: parece como si lo propio del hombre fuera lo bajo, lo
vulgar, lo vicioso, lo mezquino; cuando lo propiamente humano es la
razón, la fuerza de voluntad, la verdad, el esfuerzo, el trabajo, el
bien. Para ser verdaderos hombres hemos de empezar por no
auto disculparnos siempre con la excusa de que somos humanos.
Es una excusa que tiene apariencia de humildad y, sin embargo, oculta
habitualmente una cómoda apuesta por la mediocridad.
Hay que inculcar en los hijos un inconformismo natural ante lo
mediocre, porque resulta mucho mayor el número de chicos y chicas que
se acaban deslizando por la pendiente de la mediocridad que por la
pendiente del mal.
Son muchos los que llenaron su juventud de grandes sueños, de grandes
planes, de grandes metas que iban a conquistar; pero que en cuanto
vieron que la cuesta de la vida era empinada, en cuanto descubrieron
que todo lo valioso resultaba difícil de alcanzar, y que, mirando a su
alrededor, la inmensa mayoría de la gente estaba tranquila en su
mediocridad, entonces decidieron dejarse llevar ellos también.
La mediocridad es una enfermedad sin dolores, sin apenas síntomas
visibles. Los mediocres parecen, si no felices, al menos tranquilos.
Suelen presumir de la sencilla filosofía con que se toman la vida, y
les resulta difícil darse cuenta de que consumen tontamente su
existencia.
Todos tenemos que hacer un esfuerzo para salir de la vulgaridad y no
regresar a ella de nuevo. Tenemos que ir llenando la vida de algo que
le dé sentido, apostar por una existencia útil para los demás y para
nosotros mismos, y no por una vida arrastrada y vulgar.
Porque, además, como dice el clásico castellano: no hay quien mal su
tiempo emplee, que el tiempo no le castigue.
La vida está llena de alternativas. Vivir es apostar y mantener la
apuesta. Apostar y retirarse al primer contratiempo sería morir por
adelantado.
Actitud positiva
He recibido un e–mail, de esos envíos masivos que se mueven a diario
por el ciberespacio, que habla de un tal Jerry. Tiene su gracia, y es
breve, así que lo copio a continuación.
Jerry era director de un restaurante en una pequeña ciudad de Estados
Unidos. Siempre estaba de buen humor y tenía algo positivo que decir.
Era un motivador nato. Por dos veces, cuando cambió de trabajo, varios
de sus empleados se empeñaron en seguirle a donde él fuera a trabajar.
Si un trabajador tenía un día malo, Jerry siempre estaba allí,
haciéndole ver el lado positivo de la situación.
Su manera de ser provocó mi curiosidad, así que un día le pregunté: «No
me lo explico. No se puede ser positivo siempre, sin interrupción. ¿
¿Cómo lo haces?». Jerry me contestó: «Cada mañana me levanto y me digo,
tengo dos opciones, puedo elegir estar de buen humor o de mal humor. Y
Siempre elijo estar de buen humor. Cada vez que ocurre algo malo, puedo
elegir entre el papel de víctima o el de aprender algo de aquello. Y
Procuro elegir lo de aprender algo. Cada vez que le oigo a alguien
quejarse, puedo elegir entre sumarme a sus lamentos o fijarme en el
lado positivo de la vida, y siempre escojo el lado positivo de la
vida.»
«Pero no siempre es tan fácil», protesté. «Tampoco es tan difícil»,
contestó Jerry. «La vida es una elección constante. Cada situación es
una elección. Eliges cómo reaccionar ante las situaciones. Eliges cómo
va a afectar la gente a tu humor. Eliges estar de buen o de mal humor.
Es elección tuya decidir cómo vives tu vida.»
Tiempo después, Jerry fue víctima de un atraco. Había olvidado cerrar
con llave la puerta trasera del restaurante mientras hacía el balance
de caja del día, y entraron dos hombres armados. Trató de abrir la caja
fuerte, pero con el nerviosismo fallaba la combinación. Los atracadores
se pusieron más nerviosos aún que él, y acabaron por dispararle.
Afortunadamente, le llevaron enseguida al hospital, y después de una
larga operación y varias semanas de convalecencia, Jerry recibió el
alta.
Vi a Jerry unos meses después. Le pregunté qué le había venido a la
mente cuando ocurrió el atraco. «La primera cosa en que pensé es que
debía haber cerrado bien la puerta. Luego, después de que me
disparasen, cuando estaba tendido en el suelo, recordé que tenía dos
opciones: podía elegir vivir, o podía elegir morir. Y escogí vivir.»
«Los camilleros eran unos tíos simpáticos. Me animaban. Me decían que
me iba a poner bien. Pero cuando me metieron en la sala de urgencias y
vi las caras de los médicos y enfermeras, mientras me exploraban, me
asusté realmente. En sus ojos se leía "es hombre muerto". Entonces vi
que tenía que pasar a la acción.»
«¿Qué hiciste?», pregunté. «Bueno, había una enfermera que me
preguntaba a gritos si era alérgico a algo. "¡Sí!", le contesté. Se
hizo un silencio grande. Esperaban que continuara. Yo cogí aire y dije:
"Sí, tengo alergia... ¡A las balas!". Después de las risas de todos,
les dije: "Quiero vivir. Así que, por favor, opérenme cuanto antes".»
Jerry piensa que vivió gracias a los médicos y enfermeras, pero también
gracias a su actitud. Yo aprendí de él que cada día puedes elegir si
vas a encarar la vida con ganas o te vas a amargar. La única cosa
enteramente tuya, que nadie puede controlar o asumir en tu lugar, es tu
actitud. De modo que si tu te das cuenta de esto, todo lo demás de la
vida se hace bastante más fácil.
La historia de Jerry concluye aquí. Es quizá un tanto simple, pero
apunta una idea importante. Todos conocemos personas que, con su sola
presencia, irradian sentido positivo. Su actitud es optimista, animosa,
esperanzada. Poseen como una especie de campo magnético que orienta los
de los que le rodean, que quizá son más débiles o más negativos. Son
desactivadores de crispaciones y rencillas. Cuando afrontan una
situación difícil, suelen ser serenos, conciliadores, armonizadores.
Suelen ser personas que han conseguido aprender de sus propias
experiencias, tanto de las negativas como de las positivas. Creen en
los demás. No reaccionan desproporcionadamente ante sus defectos, ni
ante la crítica o las dificultades. No se sienten satisfechos cuando
descubren los errores y debilidades de los demás (y eso no porque sean
ingenuos, pues también ellos ven esos errores, pero saben que con su
actitud pueden hacerles mejorar o encastillarse en su conducta).
Procuran no etiquetar ni prejuzgar a la gente, sino descubrir los
valores positivos que hay en toda persona. Despiertan agradecimiento y
gratitud. No son envidiosas. Son agradecidas. Tienden, de forma casi
natural, a perdonar y olvidar las ofensas que reciben. Buscan el modo
de mejorar su formación. Leen, escuchan, poseen afán de conocer cosas,
les interesa lo que interesa a quienes le rodean. En fin, toda una
actitud digna de imitar en nuestra vida.
sin pensar demasiado en si ganará mucho dinero o no. Es más feliz uno
que hace lo que le gusta con poco dinero, que uno que pierde su vida
haciendo cosas que le desagradan para conseguir más dinero. Este último
es un esclavo del dinero. El dinero le domina, y no a la inversa.
Te recomiendo que visites www.interrogantes.net Hay cosas muy
interesantes que te ayudarán a tener criterio y a madurar como persona.
Lo que sigue lo he sacado de ahí y creo que va apropiado par ayudarte
en tu situación actual.
Un cordial saludo, con mis mejores deseos para tu felicidad
_______________________________________________________________________
Soluciones inteligentes
Ya hemos dicho en otras ocasiones que, por lo general, el problema de
la mayoría de las personas no es que carezcan de recursos. Su principal
dificultad suele ser que carecen del necesario control sobre los
recursos personales que ya poseen.
Acudamos a una comparación. El director de una película, o de un
reportaje televisivo, puede obtener efectos muy distintos de una misma
realidad que está filmando. El ángulo y el movimiento de la cámara, el
tipo de música de fondo y su volumen, el color y la calidad de la
imagen, etc., pueden crear en el espectador impresiones enormemente
diferentes. Hay todo un conjunto de detalles que influye mucho en los
sentimientos que una misma realidad puede generar en quien la vive o la
presencia.
Algo parecido sucede con el mundo interior de cualquier persona.
Dependiendo de cómo se utiliza la cámara con que observamos lo que nos
sucede, o la música con la que acompañamos esa mirada, o los diálogos
que establecemos en nuestro interior, una misma situación objetiva
puede generar en nosotros efectos subjetivos muy diversos. Puede
ponernos en pantalla ideas positivas o negativas, estados emocionales
favorables o desfavorables, argumentos alentadores o depresivos.
Aunque quizá sea simplificar un poco, puede decirse que cabe vivir de
dos maneras. O bien se deja que la mente siga su curso al son de lo que
espontáneamente surja ante lo que nos sucede, o bien se opta por
dirigir conscientemente nuestra actividad mental. Esos dos estilos
corresponden, por decirlo de modo sencillo, a dos niveles de uso de la
inteligencia: la inteligencia simple y la inteligencia guiada
inteligentemente. Lo verdaderamente inteligente —pido disculpas por la
redundancia— es lo segundo: implantar en nuestro interior los estilos
intelectuales y emocionales que consideremos mejores (o más adecuados a
nuestra situación).
Todos tenemos experiencia de cómo el simple hecho de dar vueltas a un
pensamiento negativo (ya sea de envidia, rencor, victimismo, crítica
exacerbada, tristeza, etc.), acentúa y amplifica nuestras percepciones
negativas sobre la realidad en cuestión. Si se sigue así un poco de
tiempo, ese diálogo interior nos acaba llevando, por su propia
dinámica, a una situación en la que probablemente el asunto quede fuera
de toda proporción sensata. ¿A qué se debe? Sin duda, en gran parte a
la fuerza de nuestras imágenes mentales. Y esas imágenes mentales no
estaban al principio, las hemos aportado nosotros. Nos hemos ido
haciendo una película en la que la imagen, la música y los diálogos nos
han conducido a un estado emocional muy negativo, muy poco real y que
nos puede perjudicar mucho. ¿Cuál es la solución? Llegar a ser el
director de esa película, no un simple espectador.
¿Te has visto alguna vez atormentado por un diálogo interior incesante,
por una de esas situaciones en las que la mente gira a gran velocidad y
parece casi imposible de parar? Muchas veces nuestra mente dialoga
consigo mismo de modo interminable, sopesando pros y contras de una
decisión intrascendente, buscando un nuevo argumento para darnos la
razón en una antigua discusión sin importancia, o acumulando agravios
sobre determinada persona a la que deberíamos tratar con afecto y
comprensión.
Haz un esfuerzo por hacerte con el mando de esa voz, de esa música y de
esas imágenes. No dejes que se te llene la cabeza de ideas recurrentes
sobre tus grandes cualidades advertidas o inadvertidas por todos, ni
sobre tus grandes limitaciones igualmente advertidas o inadvertidas por
todos, ni sobre los grandes defectos o cualidades de los demás, lo que
te han hecho o dicho o dejado de decir.
¿Te hablas a ti mismo constantemente con un tono de voz quejoso, o
triste, o amargo? Prueba a hacerlo con un tono más cordial, alegre y
positivo. Piensa también si te hablas con un tono de voz crispado o
estimulante. Piensa si te tratas con el afecto y la comprensión, y
también la exigencia, con que debes tratar a cualquier amigo al que
aprecias de verdad y quieres ayudar a mejorar.
Hacer rendir el propio talento
E.M.Gray escribió hace unos años un ensayo bastante famoso, que tituló
The Common Denominator of Success: El común denominador del éxito. Lo
hizo después de dedicar mucho tiempo a estudiar qué era lo común a las
personas que tenían éxito en su trabajo y, más en general, en el
resultado general de su vida.
Curiosamente, su conclusión no situaba la clave en trabajar mucho, ni
en tener suerte, ni en saber relacionarse (aun siendo todas estas
cuestiones muy importantes), sino que, según E.M.Gray, "las personas
con éxito han adquirido la costumbre de hacer las cosas que a quienes
fracasan no les gusta hacer". Hay muchas cosas que no les apetece en
absoluto hacer, pero subordinan ese disgusto suyo a un propósito de
mayor importancia: saben depender de los valores que guían su vida y no
del impulso o el deseo del momento.
Da igual que seas un estudiante universitario o una profesora de un
instituto, un médico o una juez, una madre que se dedica por entero a
su familia o bien otra que es además una joven ejecutiva de una
multinacional; en cualquier caso (y quizá en este último más aún), en
tu vida hay un reto muy importante en cuanto a la organización del
tiempo.
Para una persona con un mínimo de inquietudes en la vida, el reto
probablemente no es lograr ocupar el tiempo, sino más bien saber
sacarle su máximo partido. Y no se trata simplemente de conseguir hacer
muchas más cosas, sino de hacer las que pensamos que estamos llamados a
hacer, establecer una juiciosa distribución del tiempo que nos permita
alcanzar una alta efectividad en el trabajo y, a la vez, un uso
equilibrado del resto del tiempo, en el que tenga cabida la familia,
las amistades, la propia formación, la atención de otras obligaciones,
etc.
Recordando las reflexiones de John Keating, aquel carismático profesor
de literatura de El Club de los poetas muertos, se trata de «vivir a
conciencia la vida, de manera que no lleguemos a la muerte y
descubramos entonces que apenas hemos vivido».
Vivir a fondo, extraer a la vida todo el meollo. Son ideas con las que
Keating luchaba por sacar a sus alumnos de la monotonía y la
mediocridad. Les proponía salir del montón, vivir con intensidad el
instante, recuperar el viejo carpe diem —aprovechad el momento— acuñado
por Horacio.
Aunque quizá Keating se pasa, como se comprueba en la película, porque
aprovechar el instante no significa vivir para él, sí resulta positivo
ese afán por extraer a la vida humana toda su riqueza. No le falta
razón en ese esfuerzo suyo por arrancar a sus alumnos de la vulgaridad,
de la falta de sentido. Porque es triste ver cómo algunos casi se puede
decir que han muerto antes de morir, porque cuando les llega la muerte
le han dejado casi todo el trabajo hecho.
Serenidad y dominio propio
Cuentan —me imagino que no será cierto, pero el ejemplo nos vale— que
ciertas tribus africanas emplean un sistema verdaderamente ingenioso
para cazar monos.
Consiste en atar bien fuerte a un árbol una bolsa de piel llena de
arroz, que, según parece, es la comida favorita de determinados monos.
En la bolsa hacen un agujero pequeño, de tamaño tal que pase muy justa
la mano del primate.
El pobre animal sube al árbol, mete la mano en la bolsa y la llena de
la codiciada comida. La sorpresa viene cuando ve que no puede sacar la
mano, estando como está abultada por el grueso puñado de arroz.
Es entonces cuando aprovechan los nativos para apresarlo porque,
asombrosamente, el pobre macaco grita, salta, se retuerce..., pero no
se le ocurre abrir la mano y soltar el botín, con lo que quedaría
inmediatamente a salvo.
Creo que, salvando las distancias con este pintoresco ejemplo, a los
hombres nos puede pasar muchas veces algo parecido. Quizá nos sentimos
aprisionados por cosas que valen muy poco, pero ni se nos pasa por la
cabeza abandonarlas para poder ponernos a salvo, quizá porque nos falta
dominio propio y estamos —igual que ese pobre mono— como cegados,
impedidos para razonar.
Por el contrario, el hombre sereno y que se domina a sí mismo irradia
de todo su ser tal ascendiente que sin esfuerzo disipa las dudas de
quienes están a su alrededor.
No son rasgos del carácter fáciles de adquirir, ciertamente, pero son
tan difíciles como importantes. Lo que se debate es nuestra capacidad
para otorgar a la inteligencia y a la voluntad el señorío sobre los
actos todos de nuestra vida.
¿Cómo se puede avanzar en eso? Pongamos algunos ejemplos de cómo ir
mejorando en dominio de uno mismo.
Para empezar, no hacer muchas declaraciones ni tomar muchas decisiones
en medio de las olas encrespadas de la vanidad ofendida, de la ira o de
otras pasiones desatadas. Porque en esas situaciones la pasión arrastra
a las obras. Obras que, a los cinco minutos, somos los primeros en
lamentar. No seamos de aquellos que actúan bajo la influencia de la
impresión primera, y demuestran con ello cuán increíblemente débil es
su voluntad.
Privarnos de lo que debamos privarnos. Se ha dicho, y con razón, que
sólo poseemos realmente aquello de que somos capaces de privarnos. En
las comidas, por ejemplo: comer lo que nos sirvan, no llenarse de
caprichos, atenerse a los regímenes y horarios de comida, no
atiborrarse, etc. Es sorprendente ver cómo muchos hombres y mujeres
pierden el dominio de su voluntad en el mismo momento en que se sientan
a la mesa.
Aprender a oponerse razonablemente, a decir que no si hay que decir que
no, con claridad y firmeza. Algunos confunden el dominio propio con
sufrir todo ataque con mansedumbre de cordero y recibir cualquier
ofensa sin réplica alguna, y no es eso. Muchas veces habrá que
plantarse, pero sin perder la elegancia y la mesura ni olvidar los
buenos modales.
Felicidad y dinero
En una entrevista a la multimillonaria Barbara Hutton, un periodista se
dirigió a ella comenzando con la típica frase hecha: "Aunque sabemos
que el dinero no da la felicidad, díganos, por favor...". La
entrevistada no le dejó terminar: "Oiga, joven, ¿pero quién le ha dicho
a usted esa tontería?".
Aunque haya infinidad de dichos populares que sostienen que el dinero
no asegura nada, es frecuente ver que luego en la vida práctica son
pocos los que se lo creen. La respuesta de aquella mujer, y lo cortado
que debió quedarse el entrevistador, son un buen reflejo de ello.
Es evidente que una persona con semejante fortuna recibiría como una
catástrofe un empeoramiento de su situación económica. Igual que un
mendigo recibiría con gran satisfacción cualquier mejora sustanciosa en
su nivel de vida.
¿Influye mucho entonces el dinero en la felicidad? Durante más de diez
años, un nutrido equipo de investigadores norteamericanos dirigido por
David Myers y Ed Diener ha intentado arrojar alguna nueva luz sobre
esta cuestión a través de amplios estudios estadísticos.
Desde el principio se propusieron no fijarse sólo en las sensaciones
subjetivas de felicidad que tenían los encuestados, sino también en el
juicio que merecían ante los demás. Este enfoque les facilitó una de
sus primeras conclusiones: casi todos los que se sentían felices
también lo eran a los ojos de sus más íntimos amigos, de sus familiares
y de los propios psicólogos que les interrogaban.
Pronto comprobaron también, con cierto asombro, que la impresión
personal de felicidad está distribuida de modo bastante homogéneo en
casi todas las edades, niveles de ingresos económicos o de titulación
académica, y tampoco se ve afectada de modo significativo por la raza o
el sexo. Por ejemplo, sólo encontraron una cierta relación entre
ingresos económicos y sensación de felicidad en algunos países muy
pobres, como la India o Bangladesh; en los demás casos, solía ser
incluso ligeramente más frecuente lo contrario.
La investigación concluía señalando una serie de rasgos de carácter que
parecen comunes a casi todas las personas que se sienten felices: la
persona feliz es cordial y optimista, tiene un elevado control sobre
ella misma, posee un profundo sentido ético y goza de una alta
autoestima. Aunque es difícil saber en qué medida esos rasgos de
carácter contribuyen a la felicidad o son más bien parte de sus
efectos, sí podemos concluir con Myers y Diener en destacar la gran
importancia que para toda persona tiene su mejora personal.
Aunque la ilusión —legítima— de muchas personas sea que les toque la
primitiva, o el sorteo de la ONCE, o el gordo de Navidad —y en España
las cantidades que se invierten en esto son enormes—, la realidad es
que luego se comprueba que aquellos a quienes les ha tocado la lotería
no son, al poco tiempo, más felices que antes. Otro dato ilustrativo es
que las encuestas realizadas en países en etapas de gran crecimiento
económico tampoco ofrecen las diferencias esperadas en el sentimiento
de bienestar subjetivo de la población.
Podría decirse que una vez se tienen resueltas las necesidades básicas,
cada uno tiende a adaptarse al nivel económico que tiene, y su
felicidad apenas depende del nivel en que está situado. Es verdad que
una mejora de nivel económico suele repercutir en el sentimiento de
felicidad, pero esa impresión suele durar poco. De manera análoga, un
empeoramiento de ese nivel suele producir una cierta infelicidad (en
ese caso, además, los efectos suelen ser algo más duraderos), pero con
el tiempo suele aceptarse y se acaba llegando a reconocer y disfrutar
lo que antes apenas se valoraba.
En general, el dinero no parece colaborar mucho a sentirse feliz de
modo estable. Tampoco la fama suele aportar mucho por sí misma (es más,
hay que ser muy maduro emocionalmente para saber digerir de forma
adecuada el encumbramiento). Tener un gran talento, o muy buena salud,
o un gran atractivo físico, tampoco puede considerarse el eje de la
felicidad: indudablemente pueden favorecerla, y crear un clima propicio
para sentirse feliz, pero no siempre es así, ni mucho menos.
Como escribió Séneca, todos los hombres quieren ser felices, "lo
difícil es saber lo que hace feliz la vida". Hay que acertar en esa
búsqueda, pues quien no lo hace se pasa la vida esperando un mañana que
nunca llega.
Autodisculpa y mediocridad
«A mí no me gusta exigir tanto a mis hijos... —me decía en cierta
ocasión una madre durante una conversación sobre la incierta
trayectoria de uno de ellos.
»Me conformo con que aprueben, aunque sea a trancas y barrancas. No les
pido que se compliquen la vida, ni que hagan ninguna maravilla. Ni yo
ni ellos somos perfectos. Somos humanos. Y yo no quiero amargarles la
existencia...»
Bien. De acuerdo. Pero..., me pregunto, ¿por qué equiparar eso de
amargarse la existencia con tener unos ideales más altos? ¿Por qué ante
cualquier fallo nuestro o ajeno —sobre todo nuestro— enseguida lo
justificamos diciendo que es algo muy humano?
Somos humanos: parece como si lo propio del hombre fuera lo bajo, lo
vulgar, lo vicioso, lo mezquino; cuando lo propiamente humano es la
razón, la fuerza de voluntad, la verdad, el esfuerzo, el trabajo, el
bien. Para ser verdaderos hombres hemos de empezar por no
auto disculparnos siempre con la excusa de que somos humanos.
Es una excusa que tiene apariencia de humildad y, sin embargo, oculta
habitualmente una cómoda apuesta por la mediocridad.
Hay que inculcar en los hijos un inconformismo natural ante lo
mediocre, porque resulta mucho mayor el número de chicos y chicas que
se acaban deslizando por la pendiente de la mediocridad que por la
pendiente del mal.
Son muchos los que llenaron su juventud de grandes sueños, de grandes
planes, de grandes metas que iban a conquistar; pero que en cuanto
vieron que la cuesta de la vida era empinada, en cuanto descubrieron
que todo lo valioso resultaba difícil de alcanzar, y que, mirando a su
alrededor, la inmensa mayoría de la gente estaba tranquila en su
mediocridad, entonces decidieron dejarse llevar ellos también.
La mediocridad es una enfermedad sin dolores, sin apenas síntomas
visibles. Los mediocres parecen, si no felices, al menos tranquilos.
Suelen presumir de la sencilla filosofía con que se toman la vida, y
les resulta difícil darse cuenta de que consumen tontamente su
existencia.
Todos tenemos que hacer un esfuerzo para salir de la vulgaridad y no
regresar a ella de nuevo. Tenemos que ir llenando la vida de algo que
le dé sentido, apostar por una existencia útil para los demás y para
nosotros mismos, y no por una vida arrastrada y vulgar.
Porque, además, como dice el clásico castellano: no hay quien mal su
tiempo emplee, que el tiempo no le castigue.
La vida está llena de alternativas. Vivir es apostar y mantener la
apuesta. Apostar y retirarse al primer contratiempo sería morir por
adelantado.
Actitud positiva
He recibido un e–mail, de esos envíos masivos que se mueven a diario
por el ciberespacio, que habla de un tal Jerry. Tiene su gracia, y es
breve, así que lo copio a continuación.
Jerry era director de un restaurante en una pequeña ciudad de Estados
Unidos. Siempre estaba de buen humor y tenía algo positivo que decir.
Era un motivador nato. Por dos veces, cuando cambió de trabajo, varios
de sus empleados se empeñaron en seguirle a donde él fuera a trabajar.
Si un trabajador tenía un día malo, Jerry siempre estaba allí,
haciéndole ver el lado positivo de la situación.
Su manera de ser provocó mi curiosidad, así que un día le pregunté: «No
me lo explico. No se puede ser positivo siempre, sin interrupción. ¿
¿Cómo lo haces?». Jerry me contestó: «Cada mañana me levanto y me digo,
tengo dos opciones, puedo elegir estar de buen humor o de mal humor. Y
Siempre elijo estar de buen humor. Cada vez que ocurre algo malo, puedo
elegir entre el papel de víctima o el de aprender algo de aquello. Y
Procuro elegir lo de aprender algo. Cada vez que le oigo a alguien
quejarse, puedo elegir entre sumarme a sus lamentos o fijarme en el
lado positivo de la vida, y siempre escojo el lado positivo de la
vida.»
«Pero no siempre es tan fácil», protesté. «Tampoco es tan difícil»,
contestó Jerry. «La vida es una elección constante. Cada situación es
una elección. Eliges cómo reaccionar ante las situaciones. Eliges cómo
va a afectar la gente a tu humor. Eliges estar de buen o de mal humor.
Es elección tuya decidir cómo vives tu vida.»
Tiempo después, Jerry fue víctima de un atraco. Había olvidado cerrar
con llave la puerta trasera del restaurante mientras hacía el balance
de caja del día, y entraron dos hombres armados. Trató de abrir la caja
fuerte, pero con el nerviosismo fallaba la combinación. Los atracadores
se pusieron más nerviosos aún que él, y acabaron por dispararle.
Afortunadamente, le llevaron enseguida al hospital, y después de una
larga operación y varias semanas de convalecencia, Jerry recibió el
alta.
Vi a Jerry unos meses después. Le pregunté qué le había venido a la
mente cuando ocurrió el atraco. «La primera cosa en que pensé es que
debía haber cerrado bien la puerta. Luego, después de que me
disparasen, cuando estaba tendido en el suelo, recordé que tenía dos
opciones: podía elegir vivir, o podía elegir morir. Y escogí vivir.»
«Los camilleros eran unos tíos simpáticos. Me animaban. Me decían que
me iba a poner bien. Pero cuando me metieron en la sala de urgencias y
vi las caras de los médicos y enfermeras, mientras me exploraban, me
asusté realmente. En sus ojos se leía "es hombre muerto". Entonces vi
que tenía que pasar a la acción.»
«¿Qué hiciste?», pregunté. «Bueno, había una enfermera que me
preguntaba a gritos si era alérgico a algo. "¡Sí!", le contesté. Se
hizo un silencio grande. Esperaban que continuara. Yo cogí aire y dije:
"Sí, tengo alergia... ¡A las balas!". Después de las risas de todos,
les dije: "Quiero vivir. Así que, por favor, opérenme cuanto antes".»
Jerry piensa que vivió gracias a los médicos y enfermeras, pero también
gracias a su actitud. Yo aprendí de él que cada día puedes elegir si
vas a encarar la vida con ganas o te vas a amargar. La única cosa
enteramente tuya, que nadie puede controlar o asumir en tu lugar, es tu
actitud. De modo que si tu te das cuenta de esto, todo lo demás de la
vida se hace bastante más fácil.
La historia de Jerry concluye aquí. Es quizá un tanto simple, pero
apunta una idea importante. Todos conocemos personas que, con su sola
presencia, irradian sentido positivo. Su actitud es optimista, animosa,
esperanzada. Poseen como una especie de campo magnético que orienta los
de los que le rodean, que quizá son más débiles o más negativos. Son
desactivadores de crispaciones y rencillas. Cuando afrontan una
situación difícil, suelen ser serenos, conciliadores, armonizadores.
Suelen ser personas que han conseguido aprender de sus propias
experiencias, tanto de las negativas como de las positivas. Creen en
los demás. No reaccionan desproporcionadamente ante sus defectos, ni
ante la crítica o las dificultades. No se sienten satisfechos cuando
descubren los errores y debilidades de los demás (y eso no porque sean
ingenuos, pues también ellos ven esos errores, pero saben que con su
actitud pueden hacerles mejorar o encastillarse en su conducta).
Procuran no etiquetar ni prejuzgar a la gente, sino descubrir los
valores positivos que hay en toda persona. Despiertan agradecimiento y
gratitud. No son envidiosas. Son agradecidas. Tienden, de forma casi
natural, a perdonar y olvidar las ofensas que reciben. Buscan el modo
de mejorar su formación. Leen, escuchan, poseen afán de conocer cosas,
les interesa lo que interesa a quienes le rodean. En fin, toda una
actitud digna de imitar en nuestra vida.
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